Por “El Caballero Azul”
Era miércoles por la tarde y tenía tiempo libre para una nueva aventura.
Los días así en que abunda el caos en el epicentro de la ciudad de Buenos Aires me nace la necesidad de aislarme o escapar hacia la tranquilidad, y nada mejor que hacerlo encerrado en la intimidad junto con una bella mujer.
No tenía nada pensado, fue algo espontáneo y mandé varios mensajes aleatorios a números que tenía agendados de algún relevamiento nocturno que había hecho en esos días, asique estaba entre que me respondan rápido y elegir algún antojo del momento.
De todos los mensajes que envié, uno llegó enseguida, me cerraron sus condiciones y mirando su foto vi que era una señorita que podríamos decir “común”, como cualquiera de esas amigas que suben una foto “hot” a sus redes sociales, o te la envían por mensajito.
Combinamos rápidamente, y en menos de una hora ya estaba en el lugar que era un viejo hotel de la calle Moreno. Sabía de antemano por el mensaje a donde iba y que iba a ser algo rápido, asique no me quejé de cierta falta de privacidad o discreción al apersonarme en la recepción, donde me indicaron que escalera subir y hacia dónde doblar para dar con la puerta a la que debía llamar.
Habiéndo dado tres golpes, se escucha ese sonido expectante de los pasos, y a veces tacones, acercándose para abrir y conocernos las caras. Es una sensación que por más que pasen las mujeres, nunca me va a dejar ni de gustar, ni de generarme expectativa y a veces hasta ciertos nervios.
Quién me abrió se llamaba Oriana, y era una jóven que me encantó. Según me dijo tenía 22 años, ella estaba semidesnuda, solo con la parte de arriba y abajo de su conjunto, la forma en que tenía puesta la parte de abajo le hacía ver grandes piernas, ella flaca y con un trasero de excelente forma y tamaño. Castaña, de tez oscura, petisa y con una forma de ser un tanto inocente y callada que me llamó la atención y hasta llegó a preocuparme, pero ya estaba ahí y sabía lo que tenía que hacer para tratar con pasión a una mujer que debía soltarse.
Esa timidez me incitó a tomar la iniciativa y ante algunas caricias, comencé a desnudarme mientras le daba unos besos en el cuello y ella de a poco se iba soltando al pasar sus manos por mi cuerpo.
Estábamos los dos de pié, y la habitación tenía un espejo en el rincón, la llevé de la mano hasta ese lugar y la puse de espaldas para que ambos nos veamos de perfil. Se dió vuelta y con cierta preocupación me dijo “cola no”. La miré con ternura y le hice saber que no era mi intención. Ahí comenzamos suavemente hasta que luego de un rato ella comenzó a gemir.
Yo me veía en el espejo y me excitaba cada vez más y más.
Ya estábamos los dos en confianza y gozando de nuestros cuerpos, hasta que nos fuimos a la cama y comenzamos a cambiar una y otra vez de posiciones. Yo estaba muy prendido pero con ganas de extender un poco la acción para disfrutarlo más. Intercambiamos lamidas, la puse en cuatro, me cabalgó de frente y espalda, hasta que finalmente en misionero, en un momento una de las sábanas me empezó a rozar los testículos dándome una sensación de cosquillas que me hicieron acabar de placer.
Durante todo ese rato ella se soltó y sé que lo disfrutó por sus gemidos in crescendo y su actitud, pero no me emitió palabra alguna, y al terminar, había vuelto a su estado de timidez.
Traté de sacarle cierta conversación pero estaba muy introvertida, me empecé a preguntar seriamente por qué ella estaba ahí, si lo que transmitía era como que no quería. Tal vez era primeriza, la verdad no lo sé.
Son situaciones que por momentos me provocan cierto morbo y excitación, pero por otro lado tengo mi bondad y me preocupo si veo a alguien mal.
Cómo sea, me fui de ahí con una experiencia que no se podría describir como extravagante, pero que me dejó un recuerdo al que cada tanto visito en mi cabeza por la sensación de placer que con su inocencia me dejó Oriana.